Criminalización de los usuarios de drogas en la Argentina
Jueves, 23 de abril, 2015
Durante el siglo XX se instaló una matriz “prohibicionista-abstencionista” como respuesta a la problemática de las drogas, cuya principal expresión fue la respuesta penal, y sus principales destinatarios, los usuarios. Si bien en los últimos años parece existir un cierto consenso para dejar de criminalizarlos, la reforma no se termina de concretar y las resistencias persisten. Un debate que permanece abierto.
La historia de las respuestas estatales sobre drogas en la Argentina se identifica en gran medida con la criminalización de sus usuarios.
Durante el siglo XX existieron distintos discursos que fueron promoviendo una determinada visión sobre los usuarios de drogas que dio lugar a la respuesta penal como principal dispositivo. Esta visión tuvo su mayor expresión a partir de la década de los noventa, donde no sólo se advierte un aumento de los usuarios criminalizados sino también el condicionamiento de otras respuestas estatales (prevención y asistencia), conformando una matriz. En el último lustro se observan ciertas iniciativas o cambios en torno a esas respuestas estatales, pero aún persisten muchos de los postulados de aquella visión que primó durante el siglo pasado.La construcción de una matriz “prohibicionista-abstencionista” durante el siglo XX
En las dos primeras décadas del siglo XX se desarrolló legislación administrativa en torno a ciertas sustancias alcanzadas por un estatus jurídico más riguroso, conocidas como “drogas”, pero recién en la década de los ’20 se modificó el Código Penal habilitando su utilización para reprimir conductas relacionadas con ellas. En 1926 se incluyó en él la posibilidad de castigar con prisión de 6 meses a 2 años su posesión o tenencia ilegítima. Esta reforma fue impulsada por un movimiento que incluía a la policía, ciertos sectores de la medicina y la prensa, que pugnaban por un agravamiento de las sanciones, todos ellos influenciados por distintas expresiones del discurso positivista que imperaba en ese tiempo (higienismo, medicina legal, defensa social). También se puede observar que si bien existía cierta influencia de la legislación y los actores internacionales, estos no tenían la intensidad que se advierte en la segunda mitad del siglo. En sus orígenes no quedaba claro si la respuesta penal estaba destinada a los vendedores o incluso a quienes compraban; la interpretación que hicieron luego los jueces terminó de darle este segundo alcance. Los usuarios eran caracterizados como “viciosos-contagiosos”, conformando con los expendedores de sustancias un binomio malvado que afectaba a la sociedad y sus generaciones futuras.
Si bien a mediados de la década de los ’60 la cantidad de personas detenidas no era muy importante, es el momento en el cual comienza a apreciarse una mayor influencia de la legislación internacional y se crean dispositivos de atención para los usuarios. En 1963 la Argentina aprobó la Convención Única de Estupefacientes de las Naciones Unidas de 1961 que estableció un sistema de fiscalización internacional de los derivados de las plantas de amapola, coca y cannabis en el que todo uso que no sea “médico o científico” se considera un “abuso” que tiene que ser prohibido mediante legislación administrativa y/o penal.
En 1967, una nueva modificación al Código Penal no sólo aumentó las penas para los delitos vinculados a estas sustancias, con prisión de 1 a 6 años, sino que se multiplicaron las conductas incriminadas, siguiendo el modelo de la legislación internacional. Se continuaba castigando la tenencia ilegítima, pero excluyendo la destinada para uso personal. Esta norma sólo duró hasta 1973, cuando se la derogó por haber sido dictada por un gobierno de facto, y se retornó a la redacción de 1926. En 1968 también se regularon las cuestiones administrativas vinculadas a los estupefacientes, en consonancia con la Convención Única.
El mismo año se incorporó en el Código Civil la posibilidad de internar compulsivamente a los “toxicómanos” y limitar su capacidad legal. También surgieron por estos años dispositivos destinados a la atención de los usuarios. En 1966 se creó el Fondo de Ayuda Toxicológica en la Cátedra de Toxicología de la Facultad de Medicina de la UBA, primera institución especializada en el tratamiento y rehabilitación de usuarios con usos problemáticos de distintas sustancias psicoactivas; en 1971 se crearon el Servicio de Toxicomanía del Hospital Borda y el Centro de Prevención de la Toxicomanía de la Cátedra de Toxicología de la Facultad de Medicina de la UBA, y en 1973 se creó el Centro Nacional de Reeducación Social (CENARESO), primera institución especializada, residencial y monovalente para el tratamiento del uso de estas sustancias. Incluso surgieron por esos años las primeras comunidades que ofrecían tratamiento residencial en forma alternativa a la internación, formadas por usuarios y frecuentemente ligadas a iglesias evangélicas.
En la década de los ’70 aparece una nueva línea discursiva: “la seguridad nacional”, montada sobre similares argumentos del discurso de la defensa social, pero ahora justificados como ataques a la Nación. Este discurso se aprecia con claridad en el proyecto de elevación de la primera ley especial de estupefacientes, en la cual se identifica al usuario (“toxicómano”) como una persona que al entregarse a su “vicio” “no sólo se destruye a sí mismo sino que (…) causa perjuicio a quienes lo rodean”. En el texto, además, se equipara al usuario con el traficante al sostener que “todo drogadicto es potencialmente un traficante de estupefacientes; por ello es necesario que aparte de su individualización se implemente su internación forzosa para su cura”. En definitiva, según esta concepción, tanto las conductas de los traficantes como la de los usuarios resultaban “atentatorias de la seguridad nacional”. La ley 20.771 de 1974 reprimía con prisión de 1 a 6 años la tenencia de estupefacientes –incluida la destinada a uso personal–; además introdujo la posibilidad de imponer junto a la pena una “medida de seguridad curativa” (tratamiento compulsivo) a las personas dependientes. En 1978 la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) en el caso “Colavini” ratificó la constitucionalidad de este delito reproduciendo muchas de las concepciones referidas sobre los usuarios.
Con el retorno de la democracia, en la década de los ’80, se percibe una tensión entre recuperar las garantías perdidas durante el gobierno de facto y la aparición de una nueva corriente discursiva: “la seguridad ciudadana” (urbana). Así, se reforzaba la asociación de los usuarios de drogas con la comisión de delitos en las ciudades. En 1986 la CSJN dictó el fallo “Bazterrica” en el cual se declaraba contraria a la Constitución nacional la punición de la tenencia para consumo personal prevista en la ley 20.771. El mismo año se presentó un proyecto de ley que tenía aspectos progresistas, como la no punición de la tenencia para consumo personal o menos penas para los actores menores del tráfico, pero hacia fines de la década fue cambiando su perspectiva hasta convertirse en la ley actual.
En los últimos días de 1988 se firmó en Viena la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas, que acentuó los aspectos penales del sistema internacional de fiscalización referido a esas sustancias, incluyendo –con reservas– la punición de la posesión para consumo personal. Al año siguiente se creó la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico (SEDRONAR), organismo que se constituyó como el principal defensor de los postulados de la política sobre drogas. Meses más tarde se sancionó la actual ley especial de estupefacientes (ley 23.737) en la que la tenencia de drogas para consumo personal se castiga con prisión de 1 mes a 2 años, con la posibilidad de desviar el proceso hacia una “medida de seguridad” curativa (en caso de ser “dependiente”) o educativa (en caso de ser “principiante o experimentador”). Así, se ratificó a los usuarios de drogas en la doble condición de “delincuentes-enfermos”. En 1990 un nuevo fallo de la CSJN (“Montalvo”) avaló la constitucionalidad de la punición de la tenencia para consumo personal con similares argumentos a su precedente de la década de los ’70.
Así, durante el siglo XX se fueron acumulando, superponiendo, reforzando en torno a la cuestión “drogas”, los discursos de la defensa social, la seguridad nacional y ciudadana, mezclados con la definición internacional, hasta conformar, hacia fines de la década de los ’80 y principios de la siguiente, una matriz “prohibicionista-abstencionista” cuya principal expresión fue la respuesta penal, y sus principales destinatarios, los usuarios de drogas.
La criminalización de los usuarios y otras consecuencias
La matriz señalada produjo que a partir de la década de los ’90 se incrementara el fenómeno de aplicación de la ley penal de drogas, la cual recayó principalmente sobre los usuarios. Distintas fuentes muestran que durante esa década y la siguiente, tanto en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) como en la parte de la provincia de Buenos Aires (PBA) que la rodea –los dos principales distritos donde se aplica la ley 23.737– se produjo ese incremento.
En la CABA se advierte un aumento de la aplicación de esa ley durante la década de los noventa: de 2.000 casos a más de 10.000. Un relevamiento realizado por el Ministerio de Justicia en 1996 en este distrito concluyó que la mayoría de los casos (el 70,1%) era por tenencia de drogas para consumo personal. Ese y otros relevamientos de la década mostraban que las personas involucradas eran jóvenes, varones, argentinos, solteros, sin antecedentes penales ni encarcelamientos, detenidos en la vía pública, con menos de 5 gramos de cocaína o marihuana, que no estaban cometiendo otro delito, ni tenían armas.
En la PBA el aumento de las causas por delitos de drogas se advierte luego de la reforma conocida como “desfederalización”, implementada en ese distrito a fines de 2005. Esta reforma permitió que las agencias penales de las provincias persiguieran determinados delitos de la ley 23.737; brevemente, las conductas vinculadas a los usuarios y la venta en menor escala. La primera consecuencia de esta reforma fue un aumento de causas de usuarios. De 2.500 que se registraban en 2005 se pasó a 7.484 en 2008. Y si bien los fiscales de la provincia lograron que las causas por venta minorista pasaran a ser el primer grupo, aún en 2008 aquellas por tenencia para consumo personal representaban más del 35% del total de las causas por infracción a esa ley.
Pero más allá de las consecuencias de la respuesta penal, la política construida en torno a ella como su principal herramienta trascendió sobre el diseño de otro tipo de respuestas estatales e impactó de distintas formas sobre los usuarios.
Por un lado, la prevención estaba basada en la “abstención”. Así, se proponía no empezar o dejar de consumir drogas, y ninguna opción se brindaba a aquellas personas que no quisieran o no pudieran dejar de consumir. Esta visión afectó particularmente a los usuarios de drogas inyectables que proliferaron durante la década de los ’90, estimados en alrededor de 60.000 personas. Esta población, entre la cual se registraba una importante tasa de infección de VIH, no recibió intervenciones de reducción de daños como el intercambio de jeringas, por resultar contrarias a aquel postulado. Esa falta de respuestas tuvo consecuencias fatales para muchos de ellos.
Por otra parte, la asistencia a los usuarios de drogas se desarrolló en sintonía con la aplicación de las “medidas de seguridad” de la ley penal, circunstancia que impactó en su relación con los equipos de salud. Muchas de las normas que se desarrollaron estaban orientadas hacia el cumplimiento de las medidas de seguridad de la ley penal incluyendo un actor externo al sistema de salud –la justicia penal– en la admisión, tratamiento y alta de los usuarios. Al mismo tiempo alimentó la asociación entre uso de drogas y delito, legitimando un sistema de atención centrado en la internación de los usuarios, que podía efectuarse en forma compulsiva.
Intentos, cambios y resistencias
En el último lustro se han sucedido una serie de cambios o intentos de cambio que han puesto en crisis los postulados de la matriz señalada en un principio. Pese a ello, muchos no se terminan de concretar y aun frente a los realizados existen resistencias que impiden su consolidación.
En 2009 la CSJN dictó un nuevo fallo (“Arriola”) declarando contrario a la Constitución nacional el delito de tenencia de drogas para consumo personal. Si bien ello produjo cambios en la actuación de los jueces, no impactó de forma tan contundente sobre las prácticas de las policías. El Ministerio Público Fiscal de la Nación informó que en el año 2012 hubo 9.414 causas en todo el país –excepto la PBA– por tenencia de estupefacientes para consumo personal, representando el 40% de las causas por infracción a la ley 23.737. Si bien muchas de esas causas se habrían terminado cerrando, la actuación del aparato penal sobre los usuarios sigue siendo importante.
Un párrafo aparte merecen los usuarios que cultivan su propio cannabis (marihuana), fenómeno que ha crecido en los últimos años. Si bien una reforma de mediados de los noventa modificó el texto original de la ley equiparando esa conducta a la tenencia para consumo personal, la aplicación que hacen los jueces a lo largo del país no es uniforme, y se registran casos de personas que han pasado más o menos tiempo en prisión por haberse considerado un delito de tráfico.
A mediados de 2012 existían en el Congreso nacional varios proyectos de distintas fuerzas políticas para reformar la ley 23.737 y adecuarla al fallo de la CSJN. En ellos no sólo se pretendía sacar de la ley penal la tenencia sino el cultivo para consumo personal. Hubo debates con voces a favor y en contra, y parecía que la reforma saldría, pero tal vez la voz de la Iglesia Católica –a través de distintos representantes– haya sido la que más influyó para que ella no se concretara. Si bien sostenían que los usuarios no debían ser criminalizados, argüían que no estaban dadas las condiciones para la reforma ya que para eso se requería tener respuestas no penales (de prevención y asistencia) previas, que no estaban debidamente desarrolladas, sobre todo respecto de los jóvenes de las villas con consumos problemáticos. En este sentido, sostenía que “la discusión sobre la despenalización corresponde a los últimos capítulos del libro y no a los primeros”. Por nuestra parte, entendemos que la pervivencia de la respuesta penal de ninguna manera suple tales carencias, y por el contrario dificulta su desarrollo al seguir criminalizando a los usuarios.
Desde fines de 2011, con el cambio del titular de la SEDRONAR, desde esa misma secretaría se apoya la posibilidad de reformar la ley penal para dejar de criminalizar a los usuarios. Pese a ello, aún se espera que cambie el texto de la ley.
Pero mientras parece avanzarse en ese sentido, se desarrollan respuestas estatales que reproducen la misma lógica y problemas de la aplicación de la ley penal. Por ejemplo, la adopción de la “desfederalización” por parte de las provincias de Córdoba en 2013 y Salta en 2014, que parece haber producido un mayor contacto de los usuarios con las agencias del sistema penal. Incluso en la última de las provincias se está llevando adelante un programa piloto de Tribunales de Tratamiento de Drogas que, una vez más, deriva a los usuarios de drogas a tratamiento a través del sistema penal.
Conclusión
Como se puede advertir, parece existir un cierto consenso para dejar de criminalizar a los usuarios de drogas. Pese a ello, la reforma no se termina de concretar, las resistencias persisten, y ciertas alternativas que se proponen parecen reproducir las mismas concepciones que alimentaron las respuestas estatales respecto de los usuarios de drogas durante el siglo XX. Es por ello que una vez más habrá de insistirse en que parte del problema se encuentra en cómo se piensa el problema. En este sentido resultan alentadoras las palabras expresadas días atrás por el actual titular de la SEDRONAR en una entrevista con un matutino, donde sostenía que se estaba cambiando la mirada y pensando en los usuarios de drogas como sujetos de derecho, poniendo el eje en la persona. Una concepción como esta no puede más que llevar a apartar definitivamente a los usuarios de drogas –incluidos los que autocultivan– de la ley penal.